Medusa llorona

Es sorprendente la compleja belleza de una taza de café recién preparado, respirar la brisa de la mañana, lavar tu cuerpo con agua tibia y poder seleccionar de tu cocina el mejor objeto para acabar con la vida de alguien. No me gustaría ensuciar mi sweater gris que tanto me gusta; se adapta a mi figura y me hace ver mejor de lo normal. Tampoco me gustaría terminar lavando a groso modo mis vaqueros azules que me regalo mi esposa. Ella aun piensa que no sé cuánto le ha costado,  pero amo esos detalles suyos. Le gusta verme bien vestido.

De haber sabido todo esto antes de que me volviera aficionado a tasajear, diseccionar, amputar, rebanar, moler, y quien quita si el mérito puedo merecérmelo, destripar, hubiera realizado un curso de “Como utilizar el agua fría, azúcar y cloro para eliminar manchas molestas” que tanto exhiben en la sección de anunciados, o anúnciate, o prostitúyete como Karla de 25 años, experimentada, deseosa, complaciente…  En fin, me hubiera evitado que mi mujer gastara de sus ahorros por mi poco criterio al momento del cuidado personal.

Ahora bien, voy por mi camisa negra de los Sex Pistols que tanto adoro, mis vaqueros azul marino desgastados por el tiempo, no como esos de ahora que son de moda y cuestan un ojo del culo, me coloco mis botas para el trabajo en la constructora; odio la punta de hierro, hace que me salgan callos en la punta del dedo gordo.  Para luego finalizar con colocarme mi chaleco de “¡AQUÍ ESTOY HIJO DE PUTA, NO DEJES CAER LAS VIGAS SOBRE MI!” donde dentro tengo la navaja exacta con la que más me divierto en la rivera mandando a tomar por culo a niños sin hogar, perdón, jóvenes abandonados con futuros y expectativas escasas gracias a consecuencias inoportunas y ajenas a ellos.

Tan pronto beso a mi señora, acaricio al perro; un french poodle muy mono. Tomo las llaves de nuestro auto hibrido, a gas y electricidad, cervezas, discusiones, cigarrillos y suciedades en el tapete, y otras hazañas sexuales entre mi esposa y yo, parto a la constructora; debo decir que este trabajo no es el mejor para alguien como yo, pero el pago es bueno, las vacaciones y las comisiones también.

Luego de llegar y supervisar a los idiotas con mamelucos, disque ejecutivos, subo a la grúa y decido por primera vez aplastar. Ojo que no soy tonto, la grúa ya llevaba unas cuantas fallas y sustos pero nada del otro mundo. Visualizo a Rubén, algo rubio, alto, con cara de tonto a más no poder, y con un simple “click” tenemos un funeral, unas disculpas del jefe pues pensó que yo me culparía por la supuesta falla de maquinaria y no quería perder a un buen empleado, una sonrisa mientras acelero el coche de regreso de una corta jornada y un beso de mi amada; es agotador sentirte tan realizado luego de probar cosas nuevas.

A consecuencia de mi buen humor, los tres polvos que le eche a la vieja y que me sobraba algo de dinero, decido pasar una tarde normal, algo romántica y libre de preocupaciones en el acuario. Si, de esos acuarios donde hay más tristeza que peses y más peses que agua para tenerlos adecuadamente. Compramos palomitas, algodón de azúcar, un par de zumos de naranja y recorrimos los pequeños acuarios laberinticos subterráneos donde tienen a los pececillos más enigmáticos, coloridos y extraños del acuario.

De ahí decidimos subir a la gran piscina a ver el show de los delfines con sus “amaestradores” amaestrados por ellos mismo; y pensar que aún siguen creyendo  que son los más listos de la piscina.

Durante el espectáculo de habilidades, no puedo más que recordar en los pacillos repletos de peceras en la parte subterránea, a un par de medusas; tristes, solas, incluso podría decir que estaban llorando ¡POR MI MUJER QUE SI LLORABAN! Escuchaba los silbidos, los coletazos y los chasquidos a lo lejos, pero no podía dejar de imaginar la supuesta conversación que llegarían a tener estos seres tan gelatinosamente depresivos, que luego se ensañarían en que los acompañara pues me consideraban uno de ellos.

-          Hazlo, Marcos.- Me decía una voz ajena a mí.- Hazlo, sabes que así podríamos estar juntos.

Una vez que esa frase me saco de mi transe, cojo la mano de mi dama y me dirijo al coche, sin decir nada, le abro la puerta, me dirijo a la puerta del chofer, subo, giro la llave piso el embrague y acelero cual demonio, arranco de inmediato y me dirijo a cualquier lugar que no sea ese acuario de locos.

-          Marta…- Titubeé.- ¿Habrás pensado alguna vez que se siente estar tan encerrado y triste que solo quieres  ser gelatina?
-          Marcos, ¡Venga ya! ¿Otro de tus acertijos existenciales? No, no lo sé.
-          ¿Has escuchado alguna vez hablar a las medusas? ¿Sabes por qué están tan lloronas?
-         
-         
-          Me estas asustando, Marcos.

Enseguida el tiempo se detuvo y el coche parecía sacado de una película de acción de Hollywood; cámara lenta, mi mujer con una mano en la guantera y otra en el agarradero de la puerta mientras hacia una cara de sorpresa y angustia, yo con mi poco cabello revoloteando, mis manos fijas al volante, mis ojos ensañados en la vía. Todo se sentía como la gravedad cero en esas películas de alto presupuesto, con efectos especiales y arneses.


Después de un rato cuando ya el oxígeno contenido en mis pulmones acababa comprendí, cuando mi mujer gritaba desesperada y el agua entraba al carro, mientras poco a poco sobre pasaba nuestras cabezas, lo que hacía solo era una expresión de mi tristeza, un anhelo de una trascendencia; todas aquellas muertes premeditadas a sangre fría con pulso de acero eran el deseo de ser una mucosidad viva oriunda en el mar. Yo quería ser una medusa llorona y por eso no arroje con nuestra pecera al río y pronto llegaríamos a nuestro amado océano. 


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