La madrugada de la locura

     Abrir los ojos, bostezar, recobrar la vigilia es un proceso frustrante. Decido levantarme en posición de 90 grados sobre mi colchón ortopédico, el cual me destroza la columna mientras al mismo tiempo la ajusta. Es algo refrescante y dolorosamente contradictorio. Paso mi mano derecha sobre mi cabeza para alizar mi cabello sin que aun todavía mis ojos se adapten a las penumbras de mi habitación. Mis ojos parpadean a la velocidad en la que un caracol surca cinco centímetros de distancia. Golpeo suavemente mis mejillas para recobrar conocimiento pues este estado nunca ha favorecido mi humor y me saca de mis casillas. Destapo mis pies algo tibios pero entumecidos de debajo de las cobijas, esas cobijas que compro mi madre en aquella excursión a Perú, eran cálidas, esponjosas, confortables como un abrazo de la persona que amas, transmitían el amor con que fueron elaboradas, compradas y obsequiadas. Comienzo bajando de forma automatizada mi pie izquierdo, dicen que es una mala manera de comenzar el día. Nunca le he hecho caso a ese tipo de supersticiones.  Toco el frio piso de granito y me estremezco por el frio que alberga en él. Me pongo a pensar en una frase que leí alguna vez por ahí, que alguna vez dijo ese hombre científico canoso “No existe el frio, solo es ausencia del calor”. Suelto una pequeña carcajada por aquel pensamiento. Decido bajar el pie derecho y continuar con mi ritual previo de cada mañana. Incorporo mis codos sobre mis rodillas y mi cabeza sobre mis manos, aún estoy fatigado por el trabajo tan extenuante de ayer.
     Llevo mi cabello al lado atrás de mis orejas y al fin decido levantarme de la cama, pero mis pies no se mueven, no responden los dedos de mis pies ni mis tobillos, incluso no puedo tirarme hacía el frente de la sorpresa, solo me quedo estático, erguido y lánguido.  Prosigo a sentarme, no entiendo lo que sucede, tal vez aún sigo durmiendo. Trato de levantarme de nuevo pero esta vez eran mis piernas completamente las que ignoraban mi llamado a la lucha matutina, no soporto ya; grito al unísono pidiendo ayuda y nadie escucha mi llamado, mis compañeros de piso tal vez no estén.
     Un cosquilleo sube por los dedos de mis pies, tobillos, pantorrillas, rodillas, muslos y para cerca de mi pelvis. Son cucarachas, malditas cucarachas cafés, sus patas agitas y antenas en busca de algo se detienen y reposan en mis piernas, trato de alejarlas con mis mano pero estas tampoco se mueven. Comienzo a gritar, nadie del edificio se digna a contestar siquiera mis lamentables suplicas, ni una llamada por el inter comunicador por alguna preocupación. Nada. Siguen subiendo, no puede siquiera ver una parte de mis piernas. Suben por la cama hasta mis manos y sigo conteniendo el vómito que ha dejado por un breve momento el sabor en mi boca. Lloro y pido auxilio en vano, quisiera despertar si es que es un sueño, quisiera morir de una vez si es que así se siente ser arrastrado al infierno.
     Los malditos insectos aun no conformes suben sobre toda mi cama, cubre la cabecera y la cobija que me ha regalado mi madre. No puedo creer que pueda haber tantas en una habitación, Bajo mi cuello y veo como rebosa por debajo de la puerta una marea incontenible de insectos roñosos y asquerosos por debajo de la puerta, no puedo dejar de llorar y gritar siento como mi cuello comienza a doler por tratar de hacer movimientos brusco aun sabiendo que mi tronco tan bien se había paralizado. Comienzo a creer que he muerto o simplemente soy un esquizofrénico más. El mar de cucarachas llega al nivel de mi ombligo y no consigo como escapar de aquel sufrimiento tortuoso. Puedo ver claramente cómo se remueven entre ellas, como si fuera un mar viviente de tonalidades marrones en degradación.
     Comienzan a trepar por mi pecho, ya me he dado por vencido y espero mi infernal destino; desesperado, solo y al borde de algún trastorno peor me limito a mirar el cielo raso mientras las lágrimas salen solas. He enmudecido de la cólera y el terror. La marea ha subido, solo esta descubierto mi rostro. Solo puedo ver las antenas cada vez que miro hacia algún lado. Eran millares de antenas parecían cabellos con vida propia subiendo por mis mejillas.
     Van subiendo por todos lados de mi rostro; barbilla, mejilla, frente. Aun decido luchar por última vez y con todas mis fuerzas proporciono un fuerte sonido a todo pulmón de: “¡AUXILIO!”, solo para darme cuenta de que mi cara fue la última en no responder a lo que yo quería, quedando con mis ojos bien abiertos, mis pupilas dilatadas, mi boca abierta a todo lo que da como cuando te lo pide un doctor, mi garganta despejada y mi lengua sin responder. Solo respiro, todo se va volviendo negro, el cosquilleo no para, el terror no se ha ido. Solo espero, ya no veo nada, mi boca se empieza a llenar, la parte interna de mis mejillas empieza a picar, solo puedo limitarme a soplar. Mis pulmones se detienen, era mi última defensa para batallar contra lo que más me aterra. Solo me queda morir mientras los infernales insectos bajan por mi garganta e invaden el interior de mi ser. 





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